El idioma triqui es como una canción melodiosa y suavecita. La pronunciación de las palabras incluye sonidos guturales ligeros, con pausas alegres y con una variedad de tonos que arrullan. Y es este arrullo el que desde hace casi una década, cubre el verde valle de Greenfield.
Cada mañana en este poblado, la familia de Victoria inicia su rutina. Su esposo, Miguel, trabaja en el cultivo del chícharo; seis de sus ocho hijos se van a la escuela y ella se queda cuidando a los más pequeños. Victoria casi no sale. No sabe hablar inglés ni español, así que su comunicación se limita a los que son de su pueblo y también están acá; lo bueno, es que no son pocos.
La Ciudad de Greenfield cuenta con una población de 17,300 habitantes, de los cuales cerca del 90% son hispanos; algunas estimaciones apuntan a hasta 10 mil de ellos podrían ser inmigrantes indígenas de la etnia triqui. Agapito Vázquez, Concejal de la Ciudad, asegura que son dos mil las familias triquis que residen en este poblado; de acuerdo con cifras del censo, hay un promedio de cinco personas por familia.
La comunidad triqui es originaria de la Región Triqui del Estado de Oaxaca. Conocido como uno de los grupos más fuertes en términos de resistencia cultural, en los años recientes el pueblo triqui ha sido protagonista de violentas confrontaciones con el gobierno del Estado y de represión por parte de grupos paramilitares presuntamente financiados por el propio gobierno.
La escalada de violencia en las comunidades y el abandono del campo por parte del gobierno mexicano, han sido el detonador para la migración triqui. Este pueblo ha encontrado un refugio en el corazón del Valle de Salinas, California, conocido como “la ensaladera” del país, donde los campos son sembrados y cosechados por manos de indígenas oaxaqueños.
La mayoría de estos migrantes ha llegado en la última década. Victoria y su marido llegaron hace seis años y poco a poco fueron trayendo a los cinco hijos que ya tenían; aquí nacieron los tres más pequeños.
Con una sonrisa amplia Victoria abre la puerta de su casa y al entrar, el choque cultural que vive su familia cada día salta a la vista. En la estancia sobresale un televisor y un aparato reproductor de video, pero no hay muebles. En cambio, en la pared hay una serie de clavos de los cuales cuelgan bolsas de plástico con algunas de sus pertenencias; tal como las acomodaba cuando vivía en la casita de tablas de madera que dejó en su pueblo.
Con la ayuda de una intérprete empieza a contar su historia: tiene 36 años y cuando vivía en México no tenía dinero; por eso decidió venir a California.
“En México es más difícil. A estas horas tendría que estar poniendo el maíz y hacer la masa; aquí compro las tortillas ya hechas”, dice riendo. “Aquí el doctor revisa a tus niños y si no tienes dinero, te ayudan con su comida”.
Eso no significa que las cosas hay sido fáciles. Cuando llegó trabajó en los campos de lechuga: casi nueve horas al día agachada, con dolor de cintura. Ahora no porque cuida a los niños, pero para ayudar a su esposo teje bolsas en su telar de cintura: lo amarra a un árbol en la parte trasera de su jardín, justo bajo la antena de televisión satelital, y ahí empieza a trabajar.
Estela Ramírez es la intérprete de Victoria y conoce de cerca a muchas de las familias migrantes en Greenfield. Al llegar a una casa, con toda confianza toma un huipil tradicional triqui y, tan pronto se lo pone, cambia toda su expresión: se para derechita, levanta el mentón y modela con orgullo.
Estela tiene 20 años y llegó hace dos a esta ciudad proveniente de Oaxaca. Aunque al principio trabajó en el campo, su dominio del triqui y el español ha sido una herramienta para convertirse en intérprete del Centro Binacional para el Desarrollo del Indígena Oaxaqueño (CBDIO). Ahí explica a las mujeres cuáles son los servicios que proporciona el gobierno local en materia de salud, de apoyo para los niños, y les ayuda a comunicarse durante sus visitas al médico o ante las autoridades.
Esta es tal vez la parte más difícil. Aunque las agencias de gobierno proporcionan materiales informativos en español, esto no sirve a quienes sólo hablan triqui y además no saben leer. Es entonces cuando llegan los problemas: una práctica que forma parte del régimen de usos y costumbres en Oaxaca, en California puede ser un delito.
“Nosotros hacemos todo lo posible por ‘correr la voz’ sobre las diferencias legales entre México y California. Toma tiempo decir ‘estas son nuestras reglas, aquí no puedes golpear a tu mujer’, explica Joe Grebmeier, jefe del Departamento de Policía de Greenfield, quien desde hace cinco años organiza reuniones informativas una vez al mes para atender los asuntos que preocupan a la comunidad.
“A pesar de ello sentimos que no hemos hecho lo suficiente”, agrega. “Nuestros agentes reciben capacitación sobre cultura de los inmigrantes oaxaqueños, y algunos de ellos hablan español, pero ninguno habla triqui. A veces tenemos un espacio en Radio Bilingüe; damos una presentación en español, pero para la traducción dependemos de los voluntarios”.
Mientras los indígenas hablan en su idioma, intercalan algunas palabras en español: computadora, televisión, abogado; son palabras para las cuales no hay un equivalente en triqui. Tampoco lo hay para la palabra “discriminación”.
Pero a pesar de la carga cultural, esta generación, la que trabaja los campos y teje en telar, empieza a dar paso a una nueva, formada por los hijos que llegaron pequeños, que hoy van a la escuela y que aspiran a ser maestros, médicos e intérpretes para ayudar a una comunidad en la cual más del 20% de los habitantes aún vive por debajo del nivel de pobreza.
Los migrantes monolingües se apoyan en sus hijos para incorporarse a la vida estadounidense; ellos les leen, les traducen, los acompañan al doctor y llenan sus documentos. Y mientras el arrullo musical del idioma triqui resuena entre los campos, una nueva generación indígena transforma la vida en el valle y combina sus propios valores con los del país que los está viendo crecer.