17 de julio de 2014

Los triques de Copala


¡Exterminarlos! ¡Hay que exterminarlos! -gritó exasperado el jefe de la zona militar- cuando le informaron que los triques habían asesinado en una emboscada al teniente Palos y a dos soldados.
La gente de Juxtlahuaca vio por primera vez cruzar su cielo dos aviones militares: los mandaba el gobierno federal para auxiliar a las fuerzas de la expedición punitiva que avanzaba sobre Copala desde Juxtlahuaca y Putla
Fueron ametralladas cuantas chozas de triques se descubrieron en los claros de la selva. No se conoce el número de bajas. Lo que sí se sabe es que los federales encontraron algunos barrios desiertos y prendieron fuego a las chozas como represalia por la muerte del teniente.
Hubo, entre la gente de razón, quien se regocijara; otros concibieron una honda preocupación porque se sentían cómplices de la injusticia que se estaba cometiendo; algunos, en fin, se indignaron por el grave error en que incurría el gobierno, mal informado por las autoridades de Putla y de Oaxaca.
¿Mal informado? El peligro de una insurrección de los triques de Copala existía, como sigue existiendo; pero ¿a qué se debe la actitud belicosa de ese grupo autóctono? Si no estuvieran armados, como lo están, renunciarían a su postura orgullosa y desafiante; sus rifles son idénticos a los que usa el ejército mexicano; sus municiones, las mismas; disponen de subametralladoras Mendoza y de binoculares iguales a los del ejército. Tienen un valor a toda prueba, y dominarlos en su sierra natal, en que conocen cada risco, cada árbol, sería una empresa ardua, sin duda. Su espíritu tribal es todavía el de ciertas poblaciones del México antiguo, como los Yaquis y los Tzotziles; viven al igual que hace siglos, con la idea de que deben defenderse a todo trance contra la presión que ejercen sobre ellos sus vecinos.
En el siglo XIII se ocultaron en sus bosques a raíz de una derrota que les infligió cierto rey enemigo que acampaba en las montañas de Tlaxiaco; a principios del siglo XV sufrieron la dominación del quinto monarca azteca, el Flechador del Cielo, que construyó en sus tierras una fortaleza; sus vestigios existen aún en el cerro de Moctezuma. Limitó su libertad otro Rey Mexica, Ahuízotl, y conocieron días aciagos durante las guerras entre los reyes mixtecos de Achiutla y de Tututepec.
La Conquista Española no mejoró sus condiciones; siguieron viviendo dispersos en sus serranías, y su contacto con la cultura occidental fue precario. Aceptaron un cristianismo superficial y no gozaron, como sus hermanos de Chicahuaxtla, de la presencia y enseñanza de aquel gran misionero dominico que fue Fray Gonzalo Lucero. Cuando un virrey instituyó la feria de Copala, para que restablecieran relaciones más estrechas con los demás pueblos de la comarca, los triques vieron las romerías con recelo, y siguieron viviendo dispersos en el monte; por ello Copala, contrariamente a Chicahuaxtla, nunca se ha vuelto un pueblo.
Este acontecimiento son de 1956 a mediados del siglo pasado, los triques se lanzaron a una terrible y estéril aventura bélica para reconquistar su independencia, es decir, para volver a ser los amos en sus tierras y libertarse para siempre de la presión de los blancos y de los mestizos, que hacían su juego.
La sublevación estalló en 1843, cuando gobernaba Oaxaca el general José María Malo; ni éste ni su sucesor, el también general José Ibáñez de Corbera, lograron dominar a los insurrectos. La revuelta se volvió una guerra de guerrillas que duró cinco años; con razón se la llama la Guerra de Castas de los Triques. No se desarrolló sólo en el territorio de Oaxaca, sino que alcanzó la zona fronteriza de Guerrero; y sus caudillos fueron dos hombres valientes Dionisio Arriaga y Domingo Santiago, a quienes, desde luego llamaban en Oaxaca “forajidos”. Como en otra guerra de castas, la de los mayas, que estalló cuatro años más tarde, hubo inequidades y actos de barbarie por ambos lados. Los jefes triques fueron aprehendidos y ajusticiados en 1848, año en que gobernaron a Oaxaca dos indios serranos: primero Don Marcos Pérez y luego Don Benito Juárez.
¿Quiénes son los triques, desde el punto de vista antropológico y lingüístico? Buena parte de ellos se distingue físicamente de los mixtecos y de los tacuates, por su nariz roma; también los caracteriza su exacerbado espíritu de independencia. Tal vez esto se deba a que se refugiaron en una región áspera, poco hospitalaria, muchos siglos antes de la conquista, empujados por otros pueblos más fuertes y numerosos y con tal de no aceptar su dominación.
En la actualidad son alrededor de siete mil, y tienen un alto índice de natalidad. La lengua trique se consideraba el quinto miembro (los otros son el mazateco, el popoloca, el ixcateco y el chocho) de la familia popoloca, algo como un pariente pobre y lejano de esa familia; pero en la actualidad se le clasifica acertadamente entre los idiomas mixtecanos, junto con el mixteco y el cuicateco. También es lengua tonal y por eso de más difícil aprendizaje para nosotros que el azteca y el maya. A los mixtecos les pareció oír con frecuencia en el habla de sus vecinos (que consideraban bárbaros, como los mexicas a los otomíes) la sílaba tri y les llamaron triqui o trique: análogamente los griegos distinguieron en el “balbuceo” de los demás pueblos que no hablaban heleno las sílabas bar-bar y los llamaron bárbaros.
El párroco de Juxtlahuaca, a quien conocí en Copala, posee un viejo catecismo en lengua trique. Recientemente han traducido al trique el evangelio de San Juan los investigadores del Instituto Lingüístico de Verano.
Desde luego, los triques poseen una herencia cultural análoga a los demás pueblos de Oaxaca; los huipiles que tejen y bordan las mujeres son de belleza sorprendente. Muchos aspectos de su vida no se han estudiado todavía: porque son huraños desconfiados.
Seguramente conservan, en sus barrios más apartados, costumbres que aún desconocemos. Parece que allá donde no los pueden descubrir ojos mestizos, los hombres suelen caminar por los bosques cubiertos apenas por un maxtle o taparrabo, como los tarahumaras en sus selvas norteñas.
Hasta los primeros decenios de este siglo los triques de Copala eran pobres, casi como sus hermanos de Chicahuaxtla que viven en una tierra paupérrima y neblinosa y que con frecuencia se alimentan de raíces. En las serranías de Copala los triques fabricaban carbón de leña y lo vendían en Juxtlahuaca, en Tlaxiaco y en Putla, junto con los plátanos que cultivaban en el fondo de sus valles y las aves de corral que lograban criar.
Hace unos treinta años empezaron a cultivar café en las laderas de sus montes y sus cafetos prosperaron. Ya tenían los triques una producción que les permitía un intercambio más favorable con los mestizos; ya tenían una riqueza. Y esa riqueza fue su perdición. El excelente café de altura, producido en la región de Copala, se trunca, en ínfima parte, en maíz; lo demás va a parar, tarde o temprano, a la bolsa de los mestizos, que han creado la organización más perfecta para que los triques no puedan nunca salir de su terrible círculo vicioso. Les venden armas y parque, fomentan sus rivalidades, les venden alcohol que los enardece e incita a peleas, y cuando hay un techo de sangre, los extorsionan. De esta suerte, la ganancia del café que los triques cultivan nunca será para ellos. Siempre quedará en poder de sus implacables explotadores.
- Este puente también lo quemaron los triques- me dice con reprimida indignación Don Avertano Cruz.
Veo los restos carbonizados de los troncos que, hace todavía pocos meses, unían las orillas de la carretera. El barranco es hondo: ni con largas desviaciones podría un vehículo alcanzar al otro lado. A los puentes quemados por los triques, se añaden cuatro destruidos por las aguas. Lástima. Un camino bien trazado, flamante. El año anterior llegaron los camiones, el día de la feria, hasta mero Copala. La civilización alcanzaba, por fin, el corazón del mundo trique.
Pero ellos, se queja Don Avertano:
"No quieren saber nada del progreso. Son unos bárbaros, sucios, borrachos, rencorosos. Quieren mantenerse, cueste lo que cueste, en su aislamiento secular, seguir viviendo como animales. Matar, eso sí les agrada. Están armados hasta los dientes y representan un peligro constante para sus vecinos."
El pueblo de Copala… Copala, capital de los triques… Cuando, al cabo de una marcha de un par de horas desde Agua Fría, última avanzada mixteca en el mundo trique, llegué al puente quemado y atisbé, en el fondo del valle, la iglesia y cuatro o cinco edificios con techo de teja, me di cuenta de que se trataba de un centro ceremonial y administrativo a la manera del México antiguo. El templo sustituía seguramente el antiguo teocalli, y las muchas cabañas construidas en dos filas paralelas al río, no eran más que enramadas que desaparecían mañana al terminar la feria.
Entonces, ¿dónde moran los habitantes de Copala? En treinta y cuatro “barrios”, o minúsculas aldeas de casas diseminadas en la serranía; el más alejado está allá al suroeste, en la última cadena de montes. Se llega al cabo de catorce horas de viaje a caballo. Allí se usa todavía el término barrio, que era común en la colonia, para lo que en otras regiones se llama paraje o cuadrilla.
A la sombra de un gigantesco ahuehuete – debe tener más de quinientos años, como los plantados por Nezahualcóyotl en el bosque de Chapultepec - están acampados grupos de triques.
Las mujeres, vestidas con sus fabulosos huipiles rayados de blanco y rojo, muelen maíz y cuecen tortillas en los comales que han llevado desde sus lejanos hogares. Los hombres visten pantalón blanco y camisas de artícela brillante, color solferino o verde rana. Les dirijo el saludo vernáculo, "paa", una síncopa cariñosa de “compadre”; y me contestan sorprendidos pero amables, con la misma palabra, casi cantada: "paa". Estoy en uno de los centros más aislados del México indígena.
Copala es un “lugar de copal” en azteca, nombre que conviene a este antiguo centro religioso.
En el templo se está quemando mucho copal a la imagen, muy milagrosa a juzgar por los mil exvotos que cuelgan de su túnica, de un Santo Cristo. Se trata de una talla española del siglo XVII, o de su copia, ya que los triques habrían enterrado el original en un lugar secreto. Representa una caída de Jesús durante el viacrucis. Hasta hace pocos años, los triques sometían la imagen a un rito de purificación: un día como hoy, el Tercer Viernes de Cuaresma, lavaban con sumo cuidado a su Tatachú en el Río de Copala. Tatachú equivale a Tata Jesús (Chu es una abreviación cariñosa del nombre santo en trique, como Chucho o chuy lo son en el español de México). Los triques se acercan a su Tatachú con flores moradas y amarillas y las frotan suavemente contra la imagen. Así las flores se impregnarán de su poder sobrenatural; y así llevarán a sus hogares los pétalos marchitos, como si fueran piadosas reliquias cuya posesión otorga la protección divina. Un viejo trique, tal vez un brujo, realiza, debajo del Tatachú, unas limpias en un estilo que desconocía: masca la semilla de la virgen (el ololiuqui de la vieja tradición prehispánica) y la escupe, rociándola, en el pelo de una mujer y en el de un muchacho. Ha entrado en el templo la banda, y toca, en una sorprendente traducción trique, la sandunga, en tanto que se hacen los preparativos de la procesión. El cura bautiza a los niños triques que sus padres han traído de los lejanos barrios perdidos en la serranía; otro sacerdote, un misionero bilingüe, prepara los certificados de bautismo y los de matrimonio para el día siguiente, consagrado a unir religiosamente a las parejas de jóvenes triques, casi unos muchachos. Las solteras se distinguen por las alegres cintas de colores que cuelgan de sus espaldas. En el templo han encendido velas delante de la imagen de la virgen, vestida de trica como ellas; están sentadas en el suelo, la miran embelesadas y le hablan en voz baja como si rezaran.
En la feria de Copala se vende ganado (vi contratar un macho en novecientos cincuenta pesos), telas, fruta, pescado seco, guitarras y la quincallería de siempre.
Entre las enramadas se pasean, rifle al hombro, varias parejas de federales. Se me acerca una negrita de aspecto muy africano y me pide que la apadrine en el templo. Ha venido de la costa (seis días de viaje) a vender camarón seco. Se llama Fricha. Es simpática y risueña. “¿Padrino de qué?, le pregunto. Extrañada me contesta: “De bendición”. Ella es mujer de media razón y si yo, hombre de razón y por consiguiente en muchas mejores relaciones con las potencias sobrenaturales, la apadrino, ella tendrá una protección divina más eficaz en su viaje de regreso. Vuelvo a la iglesia y me arrodillo con Fricha ante el Tatachú. El sacerdote nos bendice en tanto que la banda toca su bárbara versión de “Dios nunca muere”.
Durante la procesión, don Avertano Cruz me dice:
Son unos hipócritas. Mírenlos. Siguen a su Tatachú con una devoción como si fueran cristianos como nosotros, y luego se matan entre sí y tratan de matarnos a nosotros a traición. ¡Qué salvajes! Sí, eso son: Salvajes -
Don Avertano es un vecino de Juxtlahuaca, comerciante acomodado, y debe a su prosperidad al comercio de café. Compra el precioso grano en Copala; el que los triques cultivan, en la sombra de sus bosques, es un excelente café de altura. Don Avertano tiene sus buenas razones para acusar a los triques de haber destruido los puentes del camino a Juxtlahuaca: porque ésta es su defensa.
En realidad, los triques tenían igual interés en que la carretera alcanzara a Copala: porque así llegarían los camiones con otros compradores que les pagaría el café a un precio más favorable, libertándolos del monopolio de los comerciantes de Juxtlahuaca o Putla, sus explotadores de siempre.
Entonces, ¿quién quemó los puentes? Lo supe en la propia Juxtlahuaca, donde no es un secreto para nadie. No fueron los triques sino ciertos comerciantes locales, que los consideraron necesario salvaguardar sus intereses. Claro que sólo retardan la emancipación económica de los triques: a fines del próximo año no sólo estarán reconstruidos los puentes, sino que la brecha de la Baja Mixteca llegará de Copala hasta Putla.
¿Y las armas de los triques, sus frecuentes actos de evidencia? A gente desconfiada y huraña como los triques, acosada por sus vecinos desde hace siglos, sólo la posesión de armas de fuego puede dar un sentimiento de seguridad.
Desde luego, también en este grupo étnico hay familias que no poseen tierra propia, y las que son propietarias de cafetales y milpas tienen que defenderse de sus propios paisanos hambrientos. Por todo ello, la gente de razón de Tlaxiaco y Putla han encontrado un rico filón comercial: la venta de armas y parque a los triques, a muy alto precio. Saben igualmente que es un buen negocio trocar rifles y municiones por café, ya que de esta suerte le saldrá al comprador en menos de dos pesos el kilo. Los rifles son los máuseres reglamentarios del ejército mexicano.
¿Cómo han pasado tantos de ellos a formar el arsenal de los triques? Misterio. Asimismo los cartuchos son los oficiales, y cada trique de Copala tiene en su casa gran abundancia de ellos. Los conservan en un tanate pinto que cuelga del techo; y mientras más lleno se encuentra el tanate, más contento y seguro se sentirá el dueño. Llegan a ciertos comerciantes de Tlaxiaco unos bultos que, con apariencia contienen clavos; pero lo cierto es que se trata de envío de cartuchos sustraídos, no se sabe en qué forma, de los almacenes del ejército. Y esa mercancía siempre se vende o se trueca ventajosamente en la sierra de Copala.
Así se explica cómo los triques son la única tribu aborigen de México que hoy podría oponerse eficazmente a las fuerzas federales. Los últimos mayas insumisos de Quintana Roo y el puñado de yaquis belicosos que quedan en Sonora no tienen armas tan modernas y ni lejanamente parque tan copioso. Otro excelente negocio es el alcohol.
En la época precortesiana, las leyes castigaban muy severamente la embriaguez; hoy, el único freno parece ser la carencia de dinero. Cualquier pretexto para beber es bueno: nacimientos, muertes, fiestas religiosas. Hombres. Mujeres y niños beben aguardiente de caña producido en los trapiches putlecos. Excitados por el licor, los triques se acuerdan de la vieja rencilla que tienen con el vecino por una cuestión de límites, o de alguna antigua ofensa que es preciso desagraviar, y se sienten muy hombres. Entonces empuñan las armas de fuego. Ya se sabe con qué facilidad resbala el dedo en el gatillo.
Cuando hay un muerto y las autoridades se enteran del caso, empieza el mejor de los negocios, mucho más productivo que la venta de armas, parque y alcohol: la extorsión. ¿Las autoridades? Se trata, más bien, de la sociedad que forman, el teniente de la Policía del Estado o del destacamento federal, con el Agente del Ministerio Público. No se necesita de la complicidad del Juez, porque entre Teniente y Agente se las arreglan a las mil maravillas. El trique culpable es aprehendido; lo amenazan con ahorcarlo si no paga una cantidad crecida: de tres mil pesos para arriba, hasta diez mil o más. El lazo ya está preparado a la vista de la víctima. La salvación sólo radica en el dinero; y la familia lo busca desesperadamente. La vida o la muerte son cuestión de horas. Algo le prestan parientes y amigos, pero no basta. Así se ven obligados a hipotecar a los comerciantes de Putla o Tlaxiaco la próxima cosecha de café, pero a un precio ruinoso. El trique culpable ha comprado su libertad; en su lugar, cogerán a un inocente y le aplicarán la ley fuga o lo colgarán. Los muertos no hablan; se ha hecho justicia y el dinerillo ahorrado por el teniente y el agente aumenta en forma alentadora.
Está aceptado y admitido que el fruto del trabajo de los triques de Copala debe enriquecer a la gente de razón, con el comercio de las armas, o con el alcohol, o con la extorsión; sin embargo, el teniente Palos se avorazó en exceso, y esta fue su perdición. El pretexto que puso para sacar dinero a los triques fue una peligrosa ocurrencia: tenía que quitarles sus armas, por órdenes “del supremo gobierno”. En varias ocasiones, después de recogerles los rifles, se los había vendido otra vez a un precio muy alto. Y con motivo de unas riñas cruentas entre los triques pobres y ricos, había sacado buen partido de los ricos, con la amenaza de siempre: la soga, el nudo y el árbol.
El teniente Palos, jefe del destacamento de Putla, ya había logrado un pequeño patrimonio. Su codicia no tenía límites; era un digno sucesor de Pedro de Alvarado. Últimamente los copaltecos le habían dado veinte mil pesos, y él pidió más, amenazándolos con volver a recoger las armas: todas las armas. Ya sabemos lo que sucedió: en una emboscada lo acribillaron a tiros, y perecieron él y dos soldados, así como el trique que le sirvió de guía.
Las autoridades de Putla, que defienden los intereses de la gente de razón, no podían informar al gobierno del Estado con apego a la verdad. No podían decir cómo se le dio a los indígenas la primera docena de rifles a cambio de café, y cómo paulatinamente les fueron entregando cientos y cientos de máuseres, que hoy están colgados en los techos de las chozas, entre el zacate. Tampoco podían revelar cómo llegan a la sierra de Copala los millares de cartuchos que forman el abundante parque de los triques. No les convenía a las autoridades de Putla informar que los comerciantes locales venden aguardiente mezclado con agua y con mecates de ixtle dentro, para que haga cordón.
¿Qué dirían en Oaxaca si admitiesen que las romanas y las básculas para pesar el café de los triques están “arregladas”, que se les engaña al pagar y que hasta hubo mestizos asesinados, de los que se disputaban el predominio en la explotación de sus vecinos “naturales”? No. En Oaxaca las autoridades civiles y militares sólo supieron que un oficial pereció víctima de un gravísimo atentado, que había le peligro de una sublevación de los bárbaros triques y que se imponía tomar medidas drásticas. Así se organizó la expedición punitiva, durante la cual Copala fue ametrallada por los aviones que destacó la Fuerza Aérea.
Pero ¿sirvió de escarmiento a sus sucesores la trágica muerte del teniente Palos? Desgraciadamente, las extorsiones a los triques prosiguen como antes, o peor que antes. El teniente que los explotaba en 1957, hace poco adquirió en Nochixtlán una hacienda de trescientos mil pesos.
Tuve la ocasión de conversar con un abogado que fue Agente del Ministerio Público en Juxtlahuaca. Era un hombre de mediana edad, chaparro y muy amigo de don Avertano Cruz. Me dijo:
-¿Qué hay que compadecerse de los triques? No. Hay que compadecerse de nosotros.
-¿Por qué, licenciado?
-Por lo que nos pagan. Quinientos pesos mensuales. Nací en un pueblo de la sierra y usted no imagina después de cuántos sacrificios logré recibirme. Tengo esposa y cuatro hijos; dos estudian. ¿Qué hago con quinientos pesos? Lo admito: en Juxtlahuaca robé. Tenía que hacerlo. ¡Qué compasión por los triques ni que nada! Les dan ochocientos pesos por ocho arrobas de café, y esto diez y hasta veinte veces en la época de cosechas. Haga usted la cuenta. ¿Para qué quieren tanto dinero? Viven como animales; sólo compran una muda de ropa al año y comen tortilla con sal y chile. Y si gastan su dinero, es para adquirir armas homicidas y aguardiente con que se emborrachan como puercos. ¿No le parece justo que mejor tengamos nosotros ese dinero, que ellos no saben gastar o gastan mal? Yo he estudiado dieciséis años, soy abogado, he luchado toda mi vida, y tengo el derecho de vivir como un cristiano. Si no me las arreglo, mi familia y yo nos morimos de hambre. Es fácil criticar, es fácil decir ¡pobrecitos triques! Sí y a mí…que me coma el tigre.
“Putla asaltada por los indios bárbaros. Espantosa matanza nocturna. Tropas aerotransportadas castigan a los triques en la región de Copala”. Ojalá nunca leamos estos encabezados en lo diarios. Pero no ignoremos que se trata de un acontecimiento posible. “Las armas”, me dicen en Putla, “se las venden los de Juxtlahuaca”“Las armas”, me dicen en Juxtlahuaca "se las venden los de Putla”. Ambos están conformes en que los cartuchos se los venden los de Tlaxiaco, y que en Tlaxiaco los triques son víctimas de los peores atropellos. -¿Cómo cuáles? Van a vender su café, cobran sus buenos pesos y lo celebran con una o dos copas. Entonces los arrestan con el pretexto de siempre; embriaguez y escándalo, y les quitan su dinero. Buen negocio para las autoridades: de una redada de triques salen tres o cuatro mil pesos.
En el siglo pasado la guerra de castas de los mayas costó medio millón de víctimas –cifra aterradora- y despobló ciudades y villas de la península yucateca. La entonces capital de Chiapas, San Cristóbal de las Casas, fue atacada e incendiada en 1869 por los chamulas, que pretendían acabar con todos los ladinos.
Ya aludí a la guerra de castas de los triques. Otra explotación de violencia de este grupo autóctono podría ocurrir en nuestros días, a consecuencia de un nuevo despojo de tierras. Los ejidatarios de Putla quieren adueñarse de ciertas lomas del barrio de San Miguel que pertenecen a los triques, y éstos no están dispuestos a tolerar tamaña injusticia que se suma a muchas anteriores.
¿De quién sería la culpa de una sublevación? Hay que decirlo sin ambages: de los que explotan, maltratan y humillan a sus compatriotas indígenas.
Cuando en 1941, Eusebio Dávalos Hurtado y Juan Comas convivieron un mes con los triques de Chicahuaxtla y en Copala, se dieron cuenta de que se trataba de gente dedicada a sus tareas agrícolas y sin menor belicosidad. Los dos antropólogos no tenían protección de fuerzas federales y no portaban armas. Mejor dicho, sus armas eran su buena fe y su espíritu fraternal. Propusieron, entonces, un plan detallado para resolver los problemas de la región trique; un plan que, visto a la distancia de dieciocho años, demuestre el sano criterio de sus autores. Es peligroso, decían, para el porvenir inmediato de los triques, mantener su statu quo. Se impone una intervención humana, eficaz, de las autoridades federales, mediante una pequeña misión intersecretarial (Agricultura, Salubridad, Educación y Asuntos Indígenas) que residiría por lo menos dos años en la zona. Sabemos lo que ha pasado por desidia de las autoridades.
Ahora el problema de los triques es incomparablemente más grave, debido al resentimiento acumulado en los últimos años en contra de los mestizos y por las armas que han logrado reunir.
Si existe ahora una misión en Copala, pero de misioneros católicos. Hacen una buena labor social y educan a treinta y cinco niños triques, huérfanos a consecuencia de cruentas peleas entre sus padres.
He visto una carta escrita por uno de estos niños, de once años, que hace varios meses no hablaba una palabra de español, y desde luego, no conocía los rudimentos del abecé. Debo decir que la lectura de esta carta me emocionó. El niño es inteligente, de sentimientos nobles; un mexicano que mañana podrá convertirse en un modesto agricultor, en un artesano, o -¿por qué no?- en un profesional. Ninguna inferioridad respecto a un niño mixteco o zapoteco o mestizo o criollo.
En Copala tuve una larga conversación con Rafael García, un joven trique del barrio de Tilapa, perfecto bilingüe. Su abuelo fue un cacique muy estimado por los copaltecos; estaba convencido de la necesidad, para su gente, de dominar la castilla. Por Don Rafael supe que los triques se distinguen en tinojé –los de Copala- y tiné –los de Chicahuaxtla-, debido a la pronunciación peculiar de una expresión de saludo. Tinojé, los ricos; tiné, los pobres.
En la feria usé este modesto recurso lingüístico, que me permitió establecer relaciones de simpatía, manifestadas en una gran sonrisa, con varios triques.
También supe que Rafael García, cuyo rostro expresivo destaca sobre la camisa de artícela de brillante color esmeralda que los triques conservan un nombre especial para la Ciudad de México: “Macahá”. A pesar de todo el empeño que puso para satisfacer mi curiosidad, don Rafael no pudo explicarme el valor significativo de “ma” y de “cahá”, tomados como elementos independientes. Cuando le adavé que Tilapa, en mexicano, es un río negro, me dijo triunfante que el arroyo de su barrio tiene, en efecto, un fondo de grava obscura.
A un lado del templo estaba sentada una pareja de novios triques tinojé, comiendo. Ambos eran muy jóvenes: ella tenía unos catorce años, él unos dieciséis. La elegancia de la novia, cuyo huipil le cubría la trenza y le llegaba hasta los tobillos, contrastaba con la modestia de la camisa de artícela color limón, del novio. Pero sus calzones eran de blancura impecable. Comían en silencio, como si cumplieran con un rito. Preparaban sus tacos con una distinción de príncipes, los llevaba a la boca sin avidez, separaban cada pequeño bocado con sus dientes muy blancos y mascaban lentamente, teniendo los labios cerrados, con movimientos armoniosos de los carrillos. Era un placer estético verlos comer.
Tal vez me fijé tanto en ellos porque minutos antes había visto a un grupo de comerciantes “de razón” en una fonducha, y su animalidad –expresada en sus manos y en sus mandíbulas- era francamente ofensiva.
Desde hace milenios el hombre usa palmo como medida de longitud: una medida a la medida del hombre. Y palmo a palmo llegó a un nuevo concepto: el de medir todo no con una medida de su cuerpo, sino de su planeta.
El metro nació cuando gobernaban aún a México los virreyes, pero España y sus antiguas colonias no lo adoptaron sino más tarde. Los triques, en sus relaciones comerciales, y entre ellas, desde luego, el palmo: al que, castizamente, llaman cuarta.
En la feria de Copala vi a unas tricas comprar manta, muchas cuartas de manta. Como ellas tienen las manos muy pequeñas, exigían que el vendedor mestizo midiese la tela extendiendo el pulgar y el meñique lo más que se pudiera.
Entre los triques hay otro uso del palmo, sorprendente y tal vez el único en el mundo actual. No es común en ellos, es, más bien, privilegio de unos cuantos: de los hechiceros.
En esto se perpetúa un antiquísimo rito, que quizá un día fue común a varias estirpes amerindias.
¿Qué miden los hechiceros triques con la palma de la mano? A sí mismos. Aislados, dentados en la sombra, se concentran y empiezan a medirse el antebrazo, luego el brazo. Lo que falta y lo que sobra para integrar el palmo lo miden con los dedos, juntando índice, medio y anular. Miden y calculan, calculan y miden. Sigue la medida del rostro, desde la frente hasta el mentón; luego levantan la cabeza, y continúa el palmo de la barbilla hasta el puño del esternón, de aquí a xifoides al ombligo, y así por el estilo, siempre midiendo y calculando.
¿Cuál es el objeto de tan extraño rito? Obtener la clarividencia. El hechicero “sabe” lo que pasa a los suyos, lo que sucede en los barrios distantes, cuáles peligros inmediatos acechan a la tribu, y a veces penetra en la dimensión del tiempo, profetizando acontecimientos que se verifican después con pasmosa precisión.
Hace algunos meses, un hechicero, al cabo de pocos minutos de autopalmeo, describió la salida a Putla de un grupo de policías del Estado, rumbo a Copala. Llegaron en efecto, siete horas más tarde, cuando las personas que buscaban habían tenido tiempo de sobra para ocultarse en la serranía.
Se trata evidentemente de un proceso parasicológico muy singular, que permite al hechicero caer en un estado de receptividad extrasensorial. En esa condición de semitrance, establece una sintonía mental con otros cerebros, de personas próximas o lejanas, y revela hechos del presente, y a veces del futuro, que nunca podría conocer en condiciones normales. El autopalmeo desempeña la función de la “lectura” en la esfera de cristal, en la arena o en los asientos de café, o del contado de la mano, o de los naipes echados por las cartomancianas: todos ellos medios para que el “sensitivo” puede captar ciertos mensajes que emanan subconscientemente de otros cerebros, y hasta enterarse de cosas que aún no han sucedido.
En Mitla, los simpáticos cicerones zapotecos invitan al turista a abrazar, lo más estrechamente que le sea posible, cierta columna del palacio de las grecas, y miden con los dedos la distancia faltante: distancia con que calculan los años de vida que le quedan. No sé si se trata aquí de un invento nuevo, dramático por cierto, o de una reminiscencia antigua, de algún rito parecido al palmeo y a las cuentas de los hechiceros triques.
Ya describí el rito de la semilla de la Virgen debajo del Tatachú, otro recuerdo del pasado precolombino. El Tatachú es profundamente venerado por los triques, pero cuando no “cumple” es decir, no oye las súplicas de sus fieles, éstos recurren a San Marcos Trique, como lo llaman. Es una estalagmita que recuerda vagamente una forma humana, en cierta gruta que se halla detrás del templo de San Juan Copala. Le encienden velas, le llevan flores y le queman copal como a los demás santos. En su visita a la Región Trique, también conocieron el San Marcos cavernícola, los doctores Dávalos Hurtado y Juan Comas.
De una cueva análoga, en la Región de Chicahuaxtla, hay noticias desde mediados del siglo XVI. En ella los triques, según la expresión del padre Gay, “idolatraban”. La buscó sin éxito Fray Benito Fernández, acérrimo cazador de ídolos. Era el mismo Fray Benito que encontró, en el más alto risco de Achiutla, el dios supremo de los mixtecos. Lloró el fraile, sobrecogido por la extraordinaria hermosura del ídolo; con todo, más fuerte fue su celo religioso, y lo redujo a polvo. Mientras buscaba la famosa cueva de Chicahuaxtla, Fray Benito sorprendió, cerca de un torrente, aun grupo de sacerdotes que ofrecían sacrificios a las que el padre Gay llama las “divinidades americanas”, y que eran, sin duda, dioses triques. Según su costumbre, los despedazó a todos. En cuanto a la cueva de Chicahuaxtla, hasta nuestros días no ha sido encontrada, y seguramente sigue guardando intactos sus dioses antiguos.
A pocas horas de Copala, cerca de los pueblos gemelos de Juxtlahuaca y Tecomaxtlahuaca, existen unas grutas que por su belleza y amplitud se comparan con las de Cacahuamilpa. También en ellas había estalagmitas divinizadas; a principios del siglo XVII fueron descubiertas por los frailes y destruidas en un solemne acto de fe. Sin embargo, la gente de Tecomaxtlahuaca siguió aferrándose desesperadamente a sus antiguas creencias, tanto, que los misioneros no los consideraban sólo idólatras recalcitrantes, sino que veían en cada uno de ellos, fuese hombre, mujer o niño, un muy peligroso hechicero. En 1628 tomaron medidas drásticas para extinguir aquel foco de paganismo, con el resultado de que un buen número de los presuntos brujos se refugiaron en las montañas y nunca volvieron.
En un pueblo afromixteco conocí a un moreno de diecisiete años que tenía un grave conflicto sentimental. No me confió quien era la morenita causa de sus desvelos; en cambio, quiso aprovechar mi paso para resolver ciertos problemas teológicos que le inquietaban.
¿Había yo estado en Roma? ¿Es verdad que allí mora el Padre Santo? ¿Es verdad que una paloma vuela siempre sobre su cabeza? ¿Por qué el Padre Santo usa un sombrero en forma triangular, con un ojo en medio?
Era evidente que mi joven amigo confundía al Padre Eterno con el Padre Santo – confusión más frecuente de lo que se piensa - y le aclaré que según los católicos, el segundo representa al primero aquí en la tierra. También le dije que el Padre Santo de Roma se rasura todos los días y le describí, lo mejor que pude, la tiara papal.
- Entonces, ¿si le escribo, me contestará?
- Tal vez lo haga, por medio de unos de sus secretarios.
Cuando al emprender mi viaje de regreso salía del pueblo a caballo, me alcanzó corriendo el joven y me confió una carta cerrada, dirigida al Padre Santo, en Roma, suplicándome que la hiciera llegar a su destino. Se lo prometí. Ya en Oaxaca, escribí en el sobre algunas líneas en italiano, dirigidas al sacerdote que recibiría el mensaje, y lo franqueé con timbres aéreos. Tengo la certeza de que mi joven amigo de la Costa Chica ha recibido una contestación del vaticano; ojalá le haya a resolver su conflicto, y esté ahora felizmente casado con su misteriosa morena.
En Putla existen dos o tres mestizos, personas de buen corazón que gozan de la confianza de los triques, y desempeñan un papel casi angélico, semejante al que me tocó a mí representar en la Costa. Son evangelistas de absoluta de los tiné y de los tinojé, y escriben las cartas a Tata Dios. ¿En idioma trique? Desde luego que no: en español. Es obvio que Tata Dios entiende mejor el lenguaje de la gente de razón, y los mensajes escritos y en cierto sentido, apadrinados por los mestizos, tendrán mejor aceptación allá arriba. Las cartas a Tata Dios son peticiones directas de socorro, material y moral; quejas y plegarias no rezadas, sino escritas. Tan confidenciales son estas cartas que, a pesar de todo, no se podrían encomendar para su entrega más que a algún miembro de la tribu trique. Un Trique muerto, se entiende. Por eso, las cartas a Tata Dios se colocan en los ataúdes, junto con el viático y las monedas de plata. Así el difunto podrá viajar en el más allá, hasta alcanzar la antigua morada de paz y al nuevo Dios, el muy poderoso Dios de los cristianos, al que remitirá los encargos de sus deudos.
Decíamos que la cuarta no es una medida de precisión matemática; varía en efecto, de los 192 milímetros del palmo de Teruel hasta los 261 del palmo Maltés, pasando por los 209 de la cuarta mexicana. De la elasticidad de la mano abierta extendida abusan los mestizos que comercian con los triques; también las medidas coloniales de peso (arrobas y libras) son elásticas y buenos pretextos para engañar a los naturales.
El duro de la Colonia, con sus divisiones, sobrevive todavía en Juxtlahuaca y Putla, pero sólo en las relaciones comerciales con los mestizos y los triques. Duro, peseta, real. Medio y cuartilla: retrocederemos con ellos en el tiempo. También tales medidas carecen de severidad matemática; pero, en este caso, por voluntad de los triques. La cuartilla vale tres centavos, el medio, seis; dos medios son un real, o sea: doce centavos. Entonces, ¿dos reales equivalen a veinticuatro centavos? No, a veinticinco, una peseta; en efecto, ocho reales forman un duro. ¿Y tres reales? Claro, equivalen a treinta y siete centavos.
En la tienda de Putla, “El Refugio de los Pobres”, vi a un trique comprar un carrete de hilo por tres reales, un medio y una cuartilla. Él sabía inmediatamente de qué cantidad se trataba, mientras yo me rompí la cabeza antes de descubrir su valor. Era menos de un tostón; cuarenta y seis centavos.
Visito a dos prisioneros triques en la cárcel de Juxtlahuaca; me acompaña Ricardo Martell, joven estudioso de ciencias sociales. El Lic. Martell es uno de los pocos putlecos que estiman a los triques, y sufre por el mal trato que les dan a sus paisanos. No quiere ya ver a los triques humillados y explotados; desea colmar el abismo que los separa de los mestizos: es decir, de México.
Nos acercamos a la reja de madera maciza, y el alcalde llama a los reos. Son copaltecos, de mediana edad y se expresan muy laboriosamente en español. Se dicen inocentes, suplican que se les de libertad. ¿Qué harán sus familias, sin ellos, allá en el barrio? Su desamparo me parece mayor que el de los demás miserables de aquella prisión. Porque la sociedad que los tiene presos y los quiere juzgar, no es la suya.
Martell los escucha, toma notas, les da esperanzas y se despide de ellos con apretón de manos a través de una pequeña abertura de la reja. Yo también lo hago, y les digo “paa”. Adiós, mis compadres triques; buena suerte.
Afortunadamente, también el Presidente Municipal de Juxtlahuaca, Daniel Guzmán Feriaes uno de los mexicanos nuevos que no establece diferencias entre los que han nacido bajo este cielo. Cuando defiende a los triques parece que aboga a favor de su propia causa.
Daniel Guzmán es aún más joven que Ricardo Martell: tiene veinticinco años. Sus paisanos saben por qué le han confiado el cargo más alto del pueblo. Don Daniel ha modernizado el tequio y ha logrado construir, con la ayuda económica y manual de todos, una zanja de cuatro kilómetros, gracias a la cual se irrigan doscientas hectáreas de ricas tierras en el valle de Juxtlahuaca. Costó ochenta y cuatro mil pesos; la única ayuda extraña fueron los cinco mil pesos que dio el gobernador de Oaxaca. Durante la excavación se encontró una antiquísima tumba mixteca con un esqueleto en postura acurrucada. Por eso la zanja ha sido llamada del Muerto Sentado.
En la actualidad se está construyendo, con otro tequio organizado por Guzmán Feria, una nueva zanja. El gobernador actual brindará su ayuda, y la agricultura de Juxtlahuaca – esplendorosa puerta de la Baja Mixteca – recibirá un nuevo impulso. El paso obligado, hacia Pinotepa Nacional y el mar, es la zona trique. ¿Triques enemigos, ignorantes y el acecho con sus armas? No. Triques “aculturados”, dice Ricardo Martell; y Daniel Guzmán Feria añade: triques hermanos.
En la feria de Copala me topé con el falso Enrique Miranda. Su camisa era azafranada, flamante por lúcida y por lo nueva. En el sombrero blanco llevaba prendida una pluma de pavo real. Me lo presentó, en la fonda de Doña Lola, el nieto del cacique de Tilapa; pero el falso Enrique Miranda, hombre risueño y amable, no pudo conversar conmigo.
- Sólo habla idioma – me explicó Don Rafael.
- Idioma-, ¿quiere decir?
- No, idioma. No sabe nada de castilla-
Supe después que muchos triques adoptan nombres y apellidos de vecinos de Putla, porque les suena bien o porque los consideran medios mágicos para adquirir algo de las facultades de los poderosos mestizos.
Cuando encontré al verdadero Enrique Miranda, me di cuenta de la razón por la cual el falso había escogido su nombre. El primero es un hombrazo enorme, macizo, bigotudo, en tanto que el segundo es flacucho y lampiño.
Conocí a su ahijado- le dije a Don Enrique, creyendo halagarlo.
Qué ahijado ni qué nada. No me ha pedido siquiera permiso, ese tatani desgraciado. Es un robo, créame, un robo más de esos ladrones -
Sileno por su vientre poderoso, centauro porque con el caballo forma - ¿cómo decir? – una sola persona. Enrique Miranda es un personaje mitológico. Cierta vez cabalgó de Putla a Pinotepa Nacional sin parar: tres jornadas en una. Cruzó las montañas de los tacuates y los valles de los amuzgos y mantuvo el mismo ritmo gallardo tanto en la noche como durante el día. Al cabo de veinticuatro horas llegó al zócalo de Pinotepa. ¿Cansado? Don Enrique no conoce esta palabra. Es un hombre fuerte, bondadoso, con un gran sentido del humor. Razona bien en todo, con lógica severa; pero que no le hablen de los triques.
Hospitalarios, cordiales, los Miranda viven en su vieja casona putleca. Leen un diario capitalino y están al corriente de mil y una cosas que pasan en el mundo.
Usted no es de aquí, y no puede darse cuenta – dice Doña Florentina – lo del nombre robado a mi esposo no tiene importancia. También se lo han robado a Don Francisco Álvarez, a Don Camerino Fernández y hasta a Don Melchor Alonso -.
- ¿Por qué “hasta”?
- Sabe usted, Don Melchor…
Don Melchoréste… éste… es un comerciante muy rico, sabe usted… español.
Español, pero una bellísima persona – aclara Don Enrique -, figúrese que ahí por la sierra se pasea otro Melchor Alonso, falso como mi tocayo. Esos triques abusan de nuestra bondad. Si se conformaran con robar y emborracharse y matarse entre sí… pero no. Se meten también con nosotros y no respetan ni a las autoridades. Hace poco mataron en una emboscada a un teniente de la policía con dos de sus hombres. 
Era un joven muy valiente – suspira la señora -, se apellidaba PalosIba a desarmar a aquellos bandidos.
- Pero, no les sacaba, y con razón. ¿Qué hacen esos bárbaros con el dinero? Pura borrachera. 
- O lo que es peor, compran armas homicidas – explica el señor Miranda -, armas con las cuales nos amenazan.
- No hay manera de incorporarlos a la civilización. No se dejan. No quieren escuelas. Viven como bestias.
- ¡Basta verlos! – añade Don Enrique -. Tienen la nariz chata como changos. ¿Le parece decente que uno de esos changos vaya por ahí llevando mi nombre?
Son malos, malos, malos – insiste doña Tina.
Lo de la nariz chata es una verdad a medias. El doctor Juan Comas, que hizo en 1941 un estudio antropométrico de los triques, encontró que el 49% de ellos es mesorrino, como los chinos y los japoneses, y sólo el 36% platirrino. A la luz de la ciencia moderna ya no se puede considerar la platirrinia como un carácter absolutamente primitivo. Con el mismo criterio se podría decir que la abundancia de vello también es un carácter simiesco: los triques y los demás indios serian entonces hombres más evolucionados que los europeos, velludos y barbudos.
La determinación de los grupos sanguíneos de los triques fracasó en 1941, a pesar de la buena voluntad del doctor Dávalos Hurtado. Al cabo de trece casos estudiados, cundió la alarma en Chicahuaxtla. Los brujos blancos, que hasta pagaban para extraerles una gota de sangre, tenían seguramente designios maléficos. Sometían al líquido purpurino a misteriosas manipulaciones, extendiéndolo en minúsculos cristales, que colocaban debajo de un tubo dorado, para mirarlos larga y silenciosamente, es decir, para impregnar la sangre de mal de ojo. En esta forma entregarían los triques inermes a sus enemigos de Tlaxiaco y Putla. No hubo manera de convencerlos de que las intenciones de sus visitantes sólo eran de mejorar su salud; y se tuvo que suspender la investigación.
En el curso de los años, los de Chicahuaxtla observaron a los trece hechizados, y se dieron cuenta que ni perdían el alma ni se enfermaban; tampoco sufrieron vejaciones que las costumbres por parte de sus enemigos mestizos. De esta suerte, cuando hace seis años les visitó el doctor Rafael Mijangos, durante su exploración medicosanitaria a las Mixtecas, pudo realizar las tomas de sangre sin encontrar resistencia. Es verdad que otra vez circuló la versión de que el hechicero blanco sometía la sangre de los triques a unos ritos mágicos, con el fin de echarles terribles enfermedades; pero no se rebelaron y aceptaron sumisamente las inquietantes brujerías.
El doctor Mijangos comprobó que, a pesar del clima de frio de Chicahuaxtla – está a dos mil metros sobre el nivel del mar -, los tiné tienen paludismo. Cuando el hambre los agobia, los pobres bajan a la región de Putla, en busca de trabajo y de alimento, y allí les pican los malvados anofeles.
Un joven triqui llamado Martín Felipe (todavía desprovisto de apellido, como lo era Juan Diego hace cuatro siglos) se enamoró de cierta mesticita de Putla, pero no se atrevió a declararle su amorUn día que fue a venderle café a Doña Manuela, propietaria de una tienda, le pidió consejo sobre lo que tenía que hacer.
Doña Manuela, divertida, le dijo:
Tienes que cortarte el pelo, José; luego ponerte los pantalones como lo usa la gente de razón, cambiar tu camisa de seda por una buena guayabera, aprender mejor el castellano…
¿Y luego patrona?-
Luego te presentas a la señorita, le haces un bonito regalo, y le preguntas si quiere ser tu novia.
No se volvió a ver a Martín Felipe de Putla durante seis o siete mesesSe sometió a lo que los tinojé consideran de los más humillante: se fue a trabajar de peón en la Mixteca Alta. Pronto logró dominar el español. En Tlaxiaco visitó al peluquero, compró pantalones de dril, una camisa blanca también de dril y el regalo: unos lindos aretes de oro con perlitas y coral.
Un día apareció en la tienda de Doña Manuela.
-Aquí estoy, patrona.
Casi no te reconocía, José. Se diría que eres un hombre de razón.
Patrona, aquí tengo el regalo. Quiero declararme a la señorita.
- ¿Qué señorita?
- La señorita de su hija.
- ¿Mi hija?
Doña Manuela se puso toda colorada.
Tatani desgraciado – gritó - ¡Así es que mi hija! ¡Mi hija para ti! ¡Lárgate!
Martín Felipe encontró en las afueras de Putla a un conocido de Copala que le prestó una muda. Vestido otra vez como sus hermanos triques, regresó a su barrio serrano. Ahora su café lo vende en Juxtlahuaca. 
Bibliografía:
GUTIERRE Tibón, Pinotepa NacionalMixtecos, Negros y Triques, 3a Edición, Editorial Posada, 276 pp.